La gestión de la pandemia de SARS-CoV-2 según la economía del comportamiento

La pandemia de SARS-CoV-2 iniciada en China en diciembre del 2019 ha alcanzado proporciones colosales. Ante la ausencia de una vacuna y la carencia de antivirales eficaces, los países afectados han tenido que recurrir a diferentes intervenciones no farmacológicas para frenar la propagación del coronavirus. La mayoría de ellos han transitado desde la implementación inicial de medidas de contención (‘test, track and trace’), pasando por iniciativas de mitigación (cierre de colegios y universidades), hasta desembocar en acciones de supresión, caracterizadas por el confinamiento de la población y el cierre de las fronteras. A los extremos de la distribución hay países que han optado por la estrategia de la inmunidad colectiva (p.ej. Suecia), mientras que otros se han decantado por mantener una estrategia básicamente de contención (p.ej. Singapur).

El retraso con que muchos de los gobiernos decretaron el confinamiento, pese a que en tiempo real podían ver lo que les ocurría a países vecinos (caso de España con respecto a Italia), se presta a una explicación conductual, como también el hecho de que haya habido naciones que no han tenido que recurrir (o han tardado en tener que hacerlo) a medidas de confinamiento. El objeto del presente capítulo es ofrecer algunas explicaciones cimentadas en la economía del comportamiento a los fenómenos mencionados, así como sugerir medidas que se deberían emplear en la “nueva” normalidad, con el objeto de prevenir un eventual rebrote.

Sesgos en la percepción inicial de la pandemia

La economía del comportamiento analiza la conducta de las personas desde unas bases psicológicas realistas (Kahneman, 2011). En concreto, ofrece explicación a una amplia variedad de errores de decisión, que por ser sistemáticos reciben el nombre de sesgos cognitivos. De hecho, muchos de estos sesgos atañen a la salud pública (Roberto y Kawachi, 2016). Afortunadamente, las estrategias basadas en la economía del comportamiento han demostrado su efectividad en este ámbito (Abellán y Jiménez-Gómez, 2020), contribuyendo exitosamente, por ejemplo, a la prevención de la obesidad (Gittelsohn y Lee, 2013). Esas estrategias conductuales reciben el nombre de ‘nudges’ (habitualmente traducidos como “empujoncitos”), que podemos definir como intervenciones que modifican el entorno (p.ej. distanciando los alimentos menos saludables) para generar un cambio de comportamiento, pero sin restringir la capacidad de elección de los individuos (Thaler y Sunstein, 2008).

Algunos de los sesgos que pueden ayudar a explicar la errónea percepción inicial de la amenaza que entrañaba esta pandemia son los siguientes:

  • Exceso de confianza. La sobrevaloración de las propias capacidades subyace a este sesgo que hace que, por ejemplo, los conductores sobreestimen su pericia en la carretera. Está relacionado con el exceso de optimismo, la creencia que posee una persona de que es más probable que le sucedan eventos positivos (en comparación con otros; por ejemplo, que el efecto del virus no será catastrófico). Ambos sesgos se nutrieron de los antecedentes de epidemias recientes (SARS en 2003 y MERS en 2013, controladas en origen), del temor a sobrerreaccionar (por el gasto que se realizó en 2009 en tratamientos para la gripe A que luego no se llegaron a emplear) y del convencimiento ampliamente extendido en Europa (y particularmente en España) de que poseíamos sistemas sanitarios preparados para afrontar cualquier epidemia.
  • Anumerismo y sesgo del crecimiento exponencial. Un fenómeno ampliamente estudiado es el del ‘anumerismo’ o analfabetismo matemático (Paulos, 1988), que se extiende a la dificultad para interpretar riesgos y probabilidades (Gigerenzer y Edwards, 2003). En consecuencia, sociedad y políticos infravaloran la dinámica de crecimiento exponencial que entraña un indicador como es el número básico de reproducción del SARS-CoV-2.
  • Heurística de disponibilidad. Tendemos a predecir las consecuencias de una enfermedad desconocida (COVID-19) basándonos en una conocida (gripe), pero el ritmo reproductivo y la letalidad del SARS-CoV-2 son mayores que los de los virus de la gripe. Este sesgo, por tanto, exacerba el anterior.
  • Falacia de la falta de evidencia. Como señalara Carl Sagan (1995), “la ausencia de prueba no es prueba de ausencia”. Este sesgo se hallaba detrás del cuestionamiento por parte de expertos de las drásticas medidas que se estaban adoptando en China y otros países para frenar la epidemia, como las restricciones a los viajeros, la obligación de llevar mascarillas en lugares cerrados o las medidas de aislamiento social.
  • Sesgo del statu quo. Existe una tendencia a favorecer la situación actual ante una de cambio. Esto está conectado con el sesgo de aversión a la pérdida, que penaliza las pérdidas más que las ganancias equivalentes. Este sesgo favorece la parálisis ante una situación novedosa como ha sido la de la COVID-19.

Hay otros sesgos presentes en esta crisis, como, por ejemplo, la sobrevaloración de probabilidades pequeñas, que operan en la dirección opuesta a los referidos, lo cual, paradójicamente, al ser advertido por destacados economistas del comportamiento, pudo provocar un «efecto rebote», y generar a la postre una mayor infravaloración del riesgo que suponía la COVID-19. Así mismo, dentro del seno de las ciencias del comportamiento, la respuesta a la pandemia no ha sido uniforme, como atestigua la carta abierta de destacados científicos sociales al gobierno de Boris Johnson criticando la, a su juicio, errónea utilización de la economía del comportamiento para justificar la intención inicial del Reino Unido de apostar por la inmunidad de rebaño.

Actuación contra la pandemia

En la pandemia del SARS-CoV-2, una vez que se asimiló la amenaza real que suponía el virus, ha habido diferencias importantes en la gestión de la crisis, algunas de las cuales se han podido ver influidas por sesgos. Una de las diferencias más obvias ha sido el uso de los “tratamientos” disponibles, tales como mascarillas y puntos de lavado de manos: mientras que estas medidas se adoptaban de manera prácticamente universal en Taiwán y Corea del Sur, su uso era casi nulo en España e Italia. Aunque estas diferencias se han achacado a factores culturales, lo cierto es que hay motivos económicos y psicológicos que son tanto o más importantes. En primer lugar, los sesgos descritos con anterioridad han sido más pronunciados en los países que no se vieron afectados por la epidemia de SARS-CoV en 2003, lo que propició una menor preparación logística y material ante la pandemia. Además, el hecho de que en los países asiáticos la población posea mascarillas y sepa utilizarlas correctamente hace que imponer su uso no genere desabastecimiento; justo lo contrario que sucede en países como España donde la población nunca antes las había tenido que emplear. En un primer momento, tanto los gobiernos occidentales como todas las instituciones multilaterales de prevención y control de las enfermedades desaconsejaban que la población llevase mascarillas; dicha recomendación seguramente pretendía asegurar el abastecimiento del personal sanitario, al tiempo que, en cierta medida, adolecía del sesgo de la falacia de la falta de evidencia (y exceso de confianza y optimismo) al suponer que la transmisión del virus sólo tenía lugar en fase sintomática. En los países asiáticos el uso de medidas de protección individual durante la pandemia es una norma social, esto es, un comportamiento tan extendido que su infracción está penalizada socialmente hablando. En España, hasta el 20 de mayo no se ha establecido la obligatoriedad del uso de la mascarilla en cualquier espacio público, por lo que resulta vital normalizar socialmente su uso (junto al mantenimiento de la distancia de seguridad y la higiene de manos) a fin de mantener controlada la epidemia. Todas estas medidas deben ser consideradas no solo por su efecto individual, sino por el efecto que producen sobre el conjunto de la población. Por ejemplo, cuando una persona lleva una mascarilla, no solo reduce el contagio del virus, sino que genera una externalidad positiva al hacer que otras personas sean más propicias a tomar esa medida por presión social, como describimos en el siguiente epígrafe.

Actuaciones post-confinamiento

Para que el retorno a la “nueva” normalidad funcione, las decisiones tras el confinamiento deben estar libres, tanto como sea posible, de la influencia de sesgos cognitivos (p. ej. no volver a caer en la falacia de la falta de evidencia). Hemos de ser conscientes, asimismo, de que el efecto directo de la COVID-19 es extremadamente “saliente” (es decir, que captura poderosamente nuestra atención), mientras que el efecto indirecto en mortalidad, morbilidad, y distrés psicológico asociado a otras enfermedades, violencia doméstica, y al efecto económico del confinamiento, lo es menos, pero no por ello resulta de menor importancia (y a esto se añade el coste “moral” de la restricción de libertades individuales asociada al confinamiento). Una manera efectiva de reducir los sesgos señalados en la población es proporcionar información actualizada de calidad, lo que tiene el beneficio añadido de reducir la resistencia a medidas que podrían parecer contra intuitivas sin acceso a dicha información.

Es necesario tener en cuenta no solo los factores puramente epidemiológicos y sanitarios, sino también los conductuales. Las medidas que acompañan a la desescalada pueden dividirse en “duras” y “blandas”. Serían duras aquellas de obligado cumplimiento, impuestas coercitivamente por la Ley (p. ej. las condiciones de reapertura de comercios). Las blandas son las medidas de tipo nudge como, por ejemplo, la ubicación estratégica de puntos de lavado de manos en la entrada a los establecimientos, la entrega de mascarillas, la utilización de ayudas visuales para mantener la distancia social (imágenes de pasos en el suelo a la distancia adecuada), el liderazgo por parte de las autoridades gubernamentales usando visiblemente medidas de protección individual y proporcionando información veraz acerca de su uso correcto, etc. Los nudges tienen una serie de ventajas: son extremadamente coste-efectivos, pueden ser implementados por organismos privados por iniciativa propia, y una vez aplicados pasan a formar parte del “conocimiento colectivo”, de tal manera que aquellos que han funcionado bien en otros países podrían transferirse fácilmente a España. Y, quizás más importante aún, al no ser instrumentos coactivos, pueden servir de antídoto frente a tentaciones autoritarias, que puedan representar un retroceso en los derechos individuales.

Partiendo de reconocer que existen dos escenarios de equilibrio -aquél en el cual no se usan medidas de protección (Europa al comienzo de la pandemia), y aquél donde la mayor parte de la población las usa (Taiwán, Corea del Sur)- idealmente deberíamos converger hacia el segundo (en el cual la transmisión del coronavirus se ve notablemente reducida). Este tipo de comportamiento tiene una doble naturaleza, como hábito y como norma social. Como hábito, el comportamiento responsable incluye una serie de acciones reiteradas (lavado de manos, mantenimiento de distancia, uso de mascarilla, etc.), que con el tiempo se convierten en automáticas. Como norma social, estos comportamientos generan una aprobación social y, por el contrario, su no realización genera rechazo. Sin embargo, el coste de realizar estas acciones es privado e inmediato, y su beneficio es público y distante en el tiempo. Por ello, el sesgo hacia el presente (que hace que valoremos el presente de manera desproporcionada con respecto al futuro) y la falta de prominencia (‘salience’) cuando los efectos más obvios de la COVID-19 se debiliten, implican un riesgo de que volvamos al escenario inicial en España, en el cual los comportamientos responsables no sean comunes. Para evitarlo, se deben reforzar las normas sociales de cumplimiento de comportamientos responsables, y enfatizar el altruismo que conllevan estos comportamientos, especialmente aquellos observables (mascarilla, distancia), para que su uso se asocie al hábito de otros comportamientos menos observables (lavado de manos), pero igualmente necesarios. Este refuerzo se puede conseguir mediante medidas duras (uso obligatorio de mascarilla), pero también a través de los nudges descritos anteriormente, por parte de organismos públicos y privados. Los nudges complementan pues a las medidas duras y, al no ser impuestos, pueden ser más propicios para generar sentimientos de altruismo y responsabilidad social.

El futuro de la economía del comportamiento en salud pública y medicina preventiva

Es de esperar que el éxito contra posibles rebrotes del SARS-CoV-2 se conseguirá gracias a una población que mantenga los hábitos preventivos durante meses o incluso años, el tiempo necesario hasta conseguir una vacuna. Por lo tanto, todas las medidas que se tomen han de ser consideradas de manera global, teniendo en cuenta que normas sociales, formación de hábitos, y altruismo están interconectados y son cruciales para generar un comportamiento responsable.

A raíz de las catastróficas consecuencias de la pandemia de SARS-CoV-2, numerosas voces han pedido instituciones de salud pública con más independencia y capacidad de actuación a nivel regional, estatal y europeo. Creemos que dichas instituciones deberían integrar en su seno la economía del comportamiento por dos motivos. Primero, la siguiente pandemia será probablemente diferente de la actual, y es crucial evitar los sesgos que hemos descrito cuando llegue el momento. Segundo, y quizás más importante, la economía del comportamiento ha probado ser efectiva en la lucha contra enfermedades crónicas no comunicables (Abellán y Jiménez-Gómez, 2020) y, por ello, su incorporación en dichas instituciones no tiene un coste de oportunidad, sino que, muy al contrario, ofrece herramientas de gran valor y efectividad para las intervenciones sanitarias y de salud pública tradicionales.

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