La pandemia y la parábola del elefante

Entre el 26 de febrero de 2020 y el 10 de julio de 2021, fecha en la que escribo estos párrafos, han transcurrido 500 días (con sus 19 noches). La efeméride conmemora la publicación en este mismo blog de una entrada titulada “El pánico al coronavirus, una perspectiva conductual”. Aquel post recibió muchas visitas y varios comentarios. En uno de ellos se proponía al autor (este que nuevamente les escribe) revisitar el texto pasado el tiempo. Este nuevo artículo intenta honrar esa sugerencia con humildad y (casi diría) propósito de enmienda.

En la entrada de febrero del pasado año alertaba de las consecuencias que podía tener dejarse arrastrar por un pánico irracional ante la incipiente epidemia producida por un tipo de coronavirus muy recientemente bautizado por la Organización Mundial de la Salud como SARS-CoV-2. De hecho, por aquel entonces aún lo conocíamos como “coronavirus de Wuhan”, en referencia a la ciudad china epicentro del brote originario de la epidemia. La magnificación (razonaba yo en el artículo) de la amenaza que podía entrañar un brote todavía localizado casi en exclusiva en China podía conducir, paradójicamente, a la confirmación de los peores augurios económicos, no ya por el colapso exportador chino, sino por el cese de los desplazamientos (días antes se había cancelado el Mobile World Congress (MWC) de Barcelona) y el correspondiente deterioro del sector turístico. La alargada sombra de Keynes, precursor de la economía del comportamiento al subrayar la conexión entre las reacciones emocionales humanas (lo que denominó ‘animal spirits’, y que quizá podríamos traducir como ‘impulsos atávicos’) y la actividad económica, predecía que las más nefandas profecías podían acabar por hacerse realidad.

Mi hipótesis estaba bien traída, y a tenor de los antecedentes (recuerden el relativo bluf de la gripe aviar y las compras millonarias de Tamiflu, antiviral que caducó en los almacenes de muchos gobiernos, o el limitado impacto de epidemias anteriores, como la del SARS o el MERS, protagonizadas también por otros coronavirus) era bastante más que una mera lucubración infundada… pero, pese a todo, lo cierto es que me equivoqué.

En cierto modo anticipé un fenómeno que, algo después, inmersos ya en la pandemia, se convertiría en una de las principales aficiones de muchos españolitos (de esos que quieren vivir y a vivir empiezan, que diría Machado): jugar a epidemiólogo. Y ni la epidemiología es un juego, ni los mecanismos de propagación del coronavirus (como bien constataríamos ola tras ola) eran por aquel entonces predecibles (y probablemente tampoco ahora, amenazados por variantes que amenazan con exprimir el alfabeto griego). El economista del inconsciente, pretendiendo prevenir el riesgo de que los sesgos cognitivos nos condujesen a una histeria desmedida, acabó siendo víctima de uno de los más estudiados: el sesgo de confirmación.

Fui rehén de mis prejuicios, seleccionando inconscientemente los argumentos que favorecían mi tesis (la súbita –y aparentemente desproporcionada– anulación del referido MWC), descartando o cuando menos minimizando la importancia de las evidencias que la cuestionaban (los brotes que, pocos días antes, comenzaban a surgir en Italia). Me comporté, en suma, como tantos otros especialistas en una materia que propenden a diagnosticar una patología (física, mental, social) desde la atalaya de su disciplina, viendo en los síntomas de aquella la confirmación de sus apriorismos. De ahí que problemas globales y complejos (como una pandemia) solo puedan comprenderse integralmente cuando se analizan, no ya desde una óptica inter o pluri disciplinar, sino transdisciplinar, tal y como sostienen Morin, Nicolescu y otros intelectuales propulsores del paradigma de la complejidad. De lo contrario acabamos comportándonos como los ciegos de la parábola india que examinan a tientas un elefante, tomando la parte (una pata, una trompa, una oreja, un colmillo) por el todo, “viendo” así un tronco, una serpiente, un abanico, una lanza … en vez de lo que realmente es, un elefante.

También pequé (espero que esto no lo lean mis estudiantes) de anumerismo, subestimando la lógica implacable de la progresión geométrica de la incipiente pandemia. Pocos días después a la aparición de mi artículo, mi admirado Pablo Artal (premio nacional de investigación, premio Jaime I, medalla Edwin H. Land …) alertaba a las amistades del crecimiento exponencial que alumbraba el brote en España. Confieso que me resistía a admitir la verosimilitud de esa aciaga predicción regida por los términos de una sucesión matemática … y eso que, como economista, tengo grabada a hierro candente la ley demográfica malthusiana que afirma que la población crece de forma geométrica (el crecimiento es multiplicativo), mientras que la producción de alimentos aumenta de modo aritmético (sumativo).

A la postre, y quizá por encima de los errores de juicio señalados, sobre todo pudo en mi un exceso de confianza en las capacidades de nuestro sistema sanitario, a cuyo estudio he dedicado casi toda mi carrera académica. “Aquí no puede pasar eso”, me decía, imbuido de una cierta soberbia cuando atendía a la situación en China … ¡Cuán equivocado estaba! ¡Un virus había de helarnos el corazón!

 

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2 ideas sobre “La pandemia y la parábola del elefante”

  • Eduardo Sánchez-Iriso
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