Buen gobierno, pandemias… y calentamiento global

Pepe Mújica: Me pregunto, ¿los humanos estamos

 llegando al límite biológico de nuestra capacidad política?

La recuperación económica posterior a la actual pandemia ha de realizarse de manera que no sea perjudicial para la amenaza global más importante para la humanidad, la del calentamiento global. Tanto la lucha contra las pandemias como la transición energética requieren de buen gobierno tanto nacional como internacional. Este último ha de articularse mediante mecanismos de cooperación sin dejar de contemplar la posibilidad de conflicto bélico en el que debería destacar la capacidad balsámica de la Unión Europea. Estos puntos se desarrollan en las líneas que siguen recordando la tragedia de los comunes que afecta tanto a pandemias como al calentamiento global, así como a la desigualdad, y esbozando las respuestas públicas deseables ante los problemas citados.

El término gobierno refiere las instituciones a través de las cuales se ejerce la autoridad en un país. La calidad de ese gobierno viene dada precisamente por la imparcialidad de las instituciones que la ejercen. Esta última definición es la que utiliza el Quality of Government Institute de la Universidad de Gotemburgo que, junto con el Banco Mundial y sus Worlwide Governance Indicators, proporciona indicadores para medir la calidad del gobierno (figuras 1 y 2).

Figura 1. Calidad de gobierno europeo por regiones     

Fuente: Charron, Lapuente and Annoni, 2019

Figura 2. Calidad de gobierno: España comparada con los países de renta alta de la OECD

Fuente: Kaufmann et al., 2010

España ha visto cómo persisten los principales déficits de calidad institucional en los aspectos de calidad regulatoria, respeto a la ley y los contratos, y control de la corrupción (Alcalá y Jiménez, 2019). Particularmente importante ha sido el de control de corrupción, pues ha provocado un descenso en los niveles de confianza de las instituciones en el momento en que hay que afrontar la pandemia. Cuando las personas notan que pueden influir en sus gobiernos están más satisfechas con la democracia y confían más en ellos, como indica el European Social Survey de 2016. A destacar el insoslayable carácter de ensayo y error de las políticas públicas, en ocasiones casi como si de un robot aspirador se tratara. Es indispensable la confianza en el gobierno, esa confianza en la cual, dentro de la OCDE, sólo superamos a Grecia, Letonia e Italia, lo que nos sitúa a la altura de México. Confianza que, tal como se ha ido perdiendo en los últimos años, ha de recuperarse.

Vamos a necesitar un Estado con mayor capacidad resolutiva y más democráticamente controlado a través de una sociedad fuerte y movilizada. Hay que evitar los extremos opuestos del Estado dictatorial y la anarquía, sin obviar el riesgo del Estado de papel, sin aspiraciones de eficacia social, más atento a los intereses cortoplacistas de las cambiantes organizaciones que lo gestionan. Se trata de avanzar por un ‘pasillo estrecho’ (Acemoglu y Robinson, 2019) entre el poder de las normas, costumbres e instituciones de una sociedad y las posibilidades de actuar colectivamente para limitar posibles excesos de la jerarquía política, mediante transparencia y buen gobierno (Meneu y Ortún, 2011).

La pandemia revela que necesitamos una red social más fuerte, mejor salud pública, mayor capacidad del Estado para coordinar acciones en tiempos de emergencia y mejor cooperación internacional. Después de la crisis tendremos gobiernos muchos más grandes y en muchos países también más intrusivos en las vidas privadas de las personas. En algunos lugares, quizá veamos colapsar por completo la confianza en el Estado debido a sus torpes respuestas a la pandemia. En otros, los gobiernos podrían tornarse más autoritarios y dominantes, porque habrán desarrollado más herramientas de vigilancia y control de la población. El giro autoritario supone el debilitamiento del conocimiento científico, la autonomía de la burocracia y la imparcialidad del poder judicial. Ya está ocurriendo en Hungría, Brasil, Turquía, México, Filipinas…

La magnitud del cambio dependerá de la duración de la crisis, pues se precisa una alteración en las preferencias de una parte importante de la población. Cuatro tipos diferentes de rupturas violentas han provocado esos cambios: la guerra con movilización masiva (las dos guerras mundiales del siglo XX), la revolución transformadora (la soviética o la china), el fracaso del estado (como en Somalia), y las pandemias letales (Scheidel, 2017). Lo que no puede predecirse es cuál será el signo del cambio en cada país.

La tragedia de los bienes públicos comunes requiere buen gobierno internacional

No basta con más y mejor Estado cuando nos enfrentamos a bienes públicos globales (pandemias, calentamiento global, desigualdad incluso) en los que se manifiesta la tragedia de los comunes (Hardin, 1968, Frischmann et al., 2019). La contribución voluntaria a los bienes públicos sufre el problema del gorrón. En pandemias como la actual, en la cual el SARS-CoV-2 tiene gran transmisibilidad durante 5-6 días antes de que se presenten síntomas, los costes sociales de la infección son cuatro veces mayores que los individuales (Bethune y Korinek, 2020). Si un país se esfuerza en disminuir emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero, se beneficia la humanidad, pero el retorno para el país es pequeño. O visto como una externalidad, Estados Unidos sólo sufre un 16% del coste por el calentamiento climático generado por sus emisiones (Nordhaus, 2015).

La imprescindible transición energética ocupa hace tiempo el debate público, antes que la pandemia. La presente crisis tiene el riesgo de aumentar nuestras tasas de descuento y de que, actuando en ausencia de luces largas, la miopía nos lleve a buscar una recuperación económica que suponga ‘pan para hoy, pero hambre para mañana’. Pero los paquetes económicos para reflotar la economía constituyen también una oportunidad para llevar cabo dicha transición. Es posible además que sea una oportunidad única, ya que, de no hacerse, el endeudamiento de los Estados impedirá que se puedan llevar a cabo en un futuro cercano.

La mortalidad de la COVID-19 (49,9 personas por millón de habitantes a nivel mundial, y por debajo de las 600 muertes por millón de habitantes en los países con tasas más altas, como España, Italia o Reino Unido (ourworldindata.org/covid-deaths, 4 de junio de 2020), queda empequeñecida comparada con las últimas estimaciones a las que nos lleva la senda actual de emisiones, con 850 muertes adicionales por millón de habitantes del planeta causadas por el cambio climático para finales de siglo (Carleton et al., 2018). Un cambio climático que hará -por citar un trabajo reciente que inusualmente ha tenido bastante difusión en prensa- que dentro de 50 años, entre mil y tres mil millones de personas permanezcan en espacios inhóspitos para la inmensa mayoría (Xu et al., 2020).

Los gobiernos deberían tener en cuenta estas cifras cuando decidan cómo invertir los paquetes económicos para reflotar la economía. Pero, además, la pandemia supone también una oportunidad para hacer entender la necesidad de políticas hacia una sociedad neutral en carbono, como fijar un precio al carbono, ya sea a través de un impuesto o acordando una cantidad máxima y utilizando permisos, que encuentran en el rechazo ciudadano uno de sus mayores obstáculos (Carattini et al., 2019). La pandemia ofrece tres lecciones útiles:

  1. La sociedad ha demostrado una preferencia lexicográfica por la salud, o al menos la ausencia de sustituibilidades cuando la vida de todos corre peligro, y la necesidad de una concepción amplia del bienestar más allá del consumo. La reducción del bienestar a un agregado de consumo genera lo que Llavador et al., (2015) denominan la falacia consumista, impidiendo mantener el bienestar humano, por ejemplo, sustituyendo los automóviles (con altas emisiones) por educación (una actividad de emisiones mucho más bajas) o incluso por salud o cultura.
  2. Expresar los costes en número de muertes se ha revelado como un instrumento efectivo para persuadir a la ciudadanía de la necesidad de políticas extremas de transición a un nuevo equilibrio económico-social.
  3. Las generaciones presentes son ahora conscientes de que el entorno en que viven puede cambiar repentinamente y, por tanto, deberían ser más sensibles a la posibilidad de eventos singulares que pueden transformar rápidamente el clima del planeta. Estos puntos de inflexión, la muerte regresiva del bosque boreal o del Amazonas, la ruptura de los procesos monzónicos, la pérdida del permafrost, la disrupción de las circulaciones oceánicas, etc. (Lenton et al., 2008), son una de las principales razones de preocupación del cambio climático pero cuyo riesgo es (o quizás era) difícil de concebir por la mayoría de la población.

Existen muchas propuestas para acometer las tremendas inversiones precisas para la transformación energética. El Manifiesto para la Democratización de Europa (www.tdem.eu) propone la creación de un parlamento europeo y un aumento de la presión fiscal de los gobiernos europeos (recargo sobre IRPF del 1% para los más ricos, impuesto sobre patrimonios superiores a un millón), así como una tasa de 30€ por tonelada emitida de CO2, para conseguir €800.000 millones por año que se dedicarían fundamentalmente a la transición energética.

En EE.UU., 3589 economistas plantean un impuesto a las emisiones de carbono cuyos ingresos deberían devolverse directamente a sus ciudadanos por medio de reembolsos iguales de suma global. La mayoría de las familias estadounidenses, incluidas las más vulnerables, se beneficiarán financieramente al recibir más en ‘dividendos de carbono’ de lo que pagan en el aumento de los precios de la energía.

A nivel global, se habla también de la necesidad de un dividendo de carbono (Boyce, 2019), en el cual se establece un precio a las emisiones por el uso del bien común, cuya recaudación se devolvería a los ciudadanos de cada estado para compensar el mayor coste de la energía durante el período de transición.

Pero más allá del ámbito estatal, la transición energética se enfrenta, además, a la necesidad de cooperación a nivel global y a la desigualdad. A estas alturas está claro que el cambio climático no se puede resolver con un mosaico de acciones voluntarias, y que requiere acuerdos vinculantes con mecanismos de control que permitan penalizar a los que no cooperen. La necesidad de una gobernabilidad internacional choca con el dilema Westfaliano de la soberanía nacional que arrastramos desde 1648. La competencia fiscal entre países dificulta tanto la introducción de una mayor progresividad como la creación de un registro global en el cual conste la propiedad de los activos financieros, un antídoto del lavado de capitales y la evasión fiscal. Además, no deberíamos olvidar que serán los países más pobres los que sufrirán más la incidencia del cambio climático y se enfrentarán a él con una menor capacidad para adaptarse. Volviendo de nuevo al número de muertes, una visión sin duda restringida del impacto del cambio climático, las diferencias son tan amplias como muestra la figura 3, donde Accra (Ghana) sufre 1.600 muertes adicionales por millón de habitantes, mientras Oslo (Noruega) se beneficia de 2.300 muertes menos para el 2100. De ahí, por ejemplo, que Nordhaus (2015) exonere a los países pobres de los requisitos para pertenecer a sus clubs del clima.

Figura 3. Desigual mortalidad en el mundo para el año 2100 una vez considerados el desarrollo económico y los costes y beneficios de adaptación

Fuente: Carleton et al., 2018

Los Estados se enfrentan, por tanto, a la necesaria cooperación con extraños y pueden formar coaliciones amplias de cooperadores que castigan a los que no hagan nada, incluso con aranceles; o caer en la trampa de Tucídides  (término que el historiador Graham Allison utilizó en 2012 al afirmar que el orden mundial en las décadas venideras vendrá definido por la respuesta a la pregunta: ¿Pueden China y EE.UU. escapar de la trampa de Tucídides?): Atenas, ante el miedo que la pujanza de Esparta le provocó y el temor a ver suplantada su posición hegemónica, declaró unas guerras, las del Peloponeso, que en 30 años llevarían a la destrucción de ambos Estados.

La confianza mutua entre EE.UU. y China está en su punto más bajo desde que se reestablecieron relaciones diplomáticas en 1979. Las ganancias del formidable intercambio comercial han permitido ir manejando las inseguridades de la potencia en declive y la renovada complacencia de la potencia en auge. El previsible desacoplamiento de cadenas productivas como consecuencia de la pandemia agravará la guerra fría que hoy preside el escenario mundial y condiciona su gobierno. Convendría que la Unión Europea no se dividiera entre pro-estadounidenses y pro-chinos y ejerciera una labor puente de concordia, labor que se facilitaría potenciando las industrias de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) propias para que las opciones fueran más allá del actual dilema entre antiguos empleadores de Snowden o país poco controlado por sus ciudadanos.

En cualquier caso, mucho antes de que nos demos cuenta, la revolución genética –fruto del otro gran descubrimiento científico colectivo de las dos últimas décadas- transformará el mundo. Las tecnologías genéticas están diseñadas para cambiar la forma en que hacemos a los bebés, la naturaleza de los bebés que hacemos y, en última instancia, nuestra trayectoria evolutiva como especie. Se ha propuesto una moratoria en el uso de técnicas de edición genética CRISPR, pero todo quedará en un mero registro de las mismas por la Organización Mundial de la Salud. No hay que descartar, por tanto, que los Morlocks de H.G.Wells diseñen los Elois que les convengan en un mundo poco habitable. En grupos pequeños, los humanos hemos sabido sobreponernos a situaciones históricas en donde se salvaban todos o no se salvaba nadie (de ahí la presencia de ‘castigadores altruistas’ entre nosotros). Con un grupo de 7.800 millones, y creciendo, la cooperación con extraños se ha vuelto tan complicada como necesaria.

Como sucede con muchas políticas públicas (industrial, defensa de la competencia…), la expansión fiscal de estos próximos meses en el seno de la Unión Europea, planteable a velocidad variable, puede orientarse a recuperar todo lo malo que teníamos o hacia el futuro que deseamos. Más de un billón (1012) de euros del Plan de Recuperación Económica no deberían ser pasto de lobbies ni de chauvinismos estrechos interesados en recuperar el statu quo anterior a la crisis. Ese Plan de Recuperación debería permitir no solo el fortalecimiento de las instituciones europeas, doblando incluso su presupuesto, sino, sobre todo, configurar ese futuro de reconversión energética, humanismo tecnológico y orientación hacia el bienestar, democráticamente configurado y competitivo en el mundo, deseable para nuestro continente. No se podrá mejorar la salud de las personas en un planeta enfermo. Este bienestar ha pasado a ser planetario y el estado de bienestar es la institución clave para mejorar esa armonía social imprescindible para que el término ‘capitalismo democrático’ no sea un oxímoron. Un pequeño continente que predique con el ejemplo de un buen gobierno, de nuevo, tal vez dos velocidades, y ayude al mundo a lidiar con las próximas crisis.

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