El rol de las pruebas de laboratorio en la COVID-19

Todos podemos recordar las declaraciones del Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS) señalando la necesidad de hacer pruebas diagnósticas para detectar la COVID-19. Dijo: “Test, test, test”. Y todos también sabemos que cuando se repite un mensaje varias veces le damos mayor veracidad. Ahora bien, parafraseando al clásico “¿Testar para qué?”.

En general, cuando sopesamos cualquier tipo de prueba diagnóstica, nos preocupamos de la llamada “ganancia informativa” que aportan sus resultados. En función de la fiabilidad de las pruebas, los tipos y los procesos, esa ganancia será mayor o menor ante un resultado positivo o negativo. Tal ganancia variará también ante personas con mayor o menor probabilidad de presentar la enfermedad, sobre todo, en función de la decisión que se vaya a tomar a la luz de sus resultados, respecto a la realización de otras pruebas diagnósticas y a la administración de un tratamiento.

El caso de una epidemia presenta algunas singularidades. Ciertamente nos interesa diagnosticar individualmente, queremos saber quién tiene la enfermedad (con la prueba de reacción en cadena de polimerasa, PCR en su acrónimo inglés) y puede contagiar. Por otra parte, nos interesa saber quién ya ha superado la enfermedad, está inmunizado y ya no contagiará (mediante pruebas de serología, que miden anticuerpos generados contra el virus por la persona infectada).

Cuando desde la OMS se hicieron esas declaraciones estábamos en el primer estadio. Ahora estamos a caballo entre el primero y el segundo. Pero, además de ir conociendo la situación de cada individuo, en una epidemia es imprescindible tener una imagen suficientemente precisa de la situación global. Para ello hay que diseñar la realización de pruebas de forma sistemática con carácter poblacional, es decir, que a partir de una muestra representativa del conjunto de la población podamos inferir la situación agregada en toda ella, más allá de la de cada uno de los individuos analizados. Por eso, algunas pruebas que individualmente pueden aportar una magra ganancia informativa, ocasionalmente son útiles cuando son empleadas para aproximar un diagnóstico epidemiológico, o sea, poblacional. Afortunadamente, el Gobierno, a través del Instituto de Salud Carlos III y con la colaboración del Instituto Nacional de Estadística, ha tomado la iniciativa con un proyecto en marcha para realizar pruebas virológicas a una muestra de la población general con representatividad territorial.

En los inicios de la pandemia, ante una situación inesperada y con recursos limitados, se estableció la prioridad en el acceso a pruebas diagnósticas (PCR) focalizado en personas hospitalizadas con síntomas y comorbilidades, y para detectar y prevenir el contagio de profesionales sanitarios. Esto llevó a tensiones y preocupación sobre el acceso a la información diagnóstica. Si hubiera habido pruebas disponibles, en un plazo breve podrían haberse aplicado a todas las personas con sospecha de infección y a todos los contactos, y así elaborar protocolos de aislamiento y tratamientos individualizados en una fase muy temprana. Pero la realidad es tozuda. No fue factible y no vale la pena lamentarnos.

Ante esta situación, dejando aparte los dos casos citados, el llamado “distanciamiento social” -que es esencialmente físico- y las medidas de higiene general, eran las estrategias viables para los restantes pacientes potenciales para poder evitar la propagación del contagio en el COVID-19. Aunque la información posterior a la prueba no hubiera cambiado la estrategia terapéutica en pacientes asintomáticos o con síntomas leves y sin comorbilidades, hubiera sido deseable hacer pruebas, pues esto hubiera añadido precauciones importantes que no se han podido implantar oportunamente para reducir, por ejemplo, el contagio familiar.

El principal valor de una prueba diagnóstica reside en su impacto clínico. La prueba debe conseguir varios objetivos: (1) detectar y a veces cuantificar con precisión y fiabilidad el biomarcador de interés (por ejemplo, el virus completo o fragmentos) (validez analítica); (2) determinar y predecir los resultados de interés en una población (si una persona padece o no la enfermedad, las personas asintomáticas) (validez clínica), y (3) informar una decisión clínica o preventiva apropiada (utilidad clínica). También necesita tener en cuenta la seguridad del paciente, la tolerabilidad y el bienestar físico y psicológico.

Además del impacto clínico y preventivo de una prueba diagnóstica, hay que destacar su impacto público y poblacional, el que se refiere a sus implicaciones macro, principalmente en la salud de la población, la carga de la enfermedad, las perspectivas de productividad y el funcionamiento del sistema de salud.

Por otro lado, sabemos que el comportamiento individual es capaz de producir salud y asimismo un contagio. Por lo tanto, en el caso del coronavirus, las externalidades comportamentales son cruciales y hoy en día la estrategia para garantizar un resultado satisfactorio es el denominado «distanciamiento social” mediante el confinamiento, que circunscribe los efectos externos al ámbito más doméstico.

Más allá del impacto clínico y poblacional de una prueba diagnóstica, también cabe considerar su impacto comportamental en el contexto de una pandemia. Si todos los individuos de una población tuvieran acceso a la prueba al inicio de la epidemia, tal vez todos prestarían mayor atención al distanciamiento social que en una situación en la que solo se hace la prueba a los casos sospechosos. Las decisiones individuales y los comportamientos pueden cambiar y las estrategias de cuarentena podrían ser más exitosas. Asimismo, en ese caso, sería mucho más factible y asumible restringir la movilidad desde el inicio. El caso del pueblo italiano de Vò confirma que el cribado de la población ha logrado detener el brote junto con el confinamiento decretado. Esto podría haberse hecho aquí al inicio si los kits de diagnóstico hubieran estado disponibles. Sabemos pues, que existe un valor comportamental de la información de la prueba, más allá del valor clínico y poblacional.

Ahora bien, sabemos también que las pruebas de detección proporcionan sólo información parcial, pues los resultados pueden ser negativos al principio y positivizarse algunos días después y confirmarse la infección. Por lo tanto, aun ante resultados negativos, las medidas de cuarentena deben ser obligatorias y estrictas para toda la población y para áreas específicas en las cuales, por ciertas características, el riesgo de contagio y propagación puede ser mayor que en otras.

Ahora estamos fundamentalmente en un escenario donde interesa prevenir posibles rebrotes de la epidemia y reducir el confinamiento para volver al trabajo. Las pruebas serológicas sirven precisamente para determinar quién ya está inmunizado frente al virus. Todavía desconocemos cuánto durará tal inmunización, pero la información sigue siendo válida a corto plazo. A nivel individual, tener un “carné verde” que certifique la condición de inmunizado podría cotizar como valor en el mercado laboral -si se usase de forma apropiada- aunque podría inducir comportamientos oportunistas de exposición al contagio por parte de personas de riesgo bajo (sanos y jóvenes).

Dejando aparte las complejidades técnicas de las pruebas de serología y su precisión, el valor de la información de las pruebas diagnósticas en esta crisis también tiene que ver con su impacto en la productividad y el bienestar individual y colectivo. El retorno a la actividad productiva y a las actividades diarias resulta altamente deseado después del confinamiento. Esto requiere información de resultados de pruebas a nivel local, mucho más allá de las muestras poblacionales. Y nuevamente nos enfrentamos a la realidad de los recursos limitados. Hasta la semana pasada la Food and Drug Administration (FDA por sus siglas en inglés) no autorizó el primer test rápido de anticuerpos, y podemos imaginar las restricciones para suministrarlo al mercado en un plazo breve, que es cuando más se necesita. Hay otras pruebas disponibles, pero su validez diagnóstica es diversa e incierta.

Así pues, la decisión previsiblemente no podrá ser la óptima. Inicialmente -y más allá de realizar la prueba a los profesionales sanitarios, de emergencias y en las residencias- necesitamos concentrar el esfuerzo (en muestras poblacionales adecuadamente seleccionadas) que informen del alcance de la inmunidad poblacional según zonas geográficas. En breve, necesitaremos una ampliación a muchos otros estratos de población y con suficiente detalle local para permitir tomar decisiones de desescalamiento o vuelta al confinamiento en entornos locales.  Esperemos que no se señalen como supuestas injusticias la focalización de las pruebas realizadas en muestras poblacionales determinadas con base científica y técnica.

Esta pandemia nos está brindando la oportunidad de conocer con mayor detalle el valor de la información que aportan las pruebas diagnósticas, algo que sucede a diario en la mayoría de las decisiones clínicas. Ahora estamos en un contexto donde los resultados de las pruebas de laboratorio tienen además un impacto poblacional y son la base de decisiones políticas colectivas y de comportamiento individual. Una vez superada la pandemia, habrá motivos para revisar en profundidad si los recursos disponibles, la organización y financiación de los laboratorios de análisis clínicos es la eficiente. Esta pandemia nos ha recordado que son un activo estratégico para la consecución de la salud individual y poblacional.

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