Los economistas de la salud ante la crisis de salud y económica

En mis clases de economía he explicado durante años que, ante una contingencia de efectos inciertos, si los costes (totales, los sociales incluidos) que imponen los instrumentos para combatirla son también inciertos, lo que se debe hacer desde la regulación pública es suponer el peor escenario.

Esto viene al caso por la aparición del COVID-19 y la emergencia que supone, la cual, en mi opinión, nos situó en ese supuesto. Por lo tanto, la cancelación de los grandes acontecimientos que teníamos en puertas en Cataluña me pareció razonable, así como los primeros confinamientos duros, contrariamente a los que opinaban que ello mostraba la locura nacionalista, callando ante manifestaciones, fútbol y escapadas de fin de semana.  Hoy desafortunadamente estamos en otra pantalla, pero mejor olvidémonos de las anteriores.

Aunque las medidas adoptadas en cada Estado y en cada momento no son estrictamente homologables, la experiencia de lo que hemos observado ya nos permite pasar de la incertidumbre a la evaluación del riesgo, con una determinada asignación de probabilidades, para valorar cuál pueda ser la evolución de la epidemia.

A lo largo de muchos años me he posicionado a favor de la evaluación económica, y en el área de salud en particular. Alguien se puede preguntar, pues, dónde queda todo ello ahora cuando se dice que se debe hacer «todo lo que haga falta, cuándo y cómo sea necesario y en la cuantía que haga falta». Los economistas de la salud funcionamos por beneficios y costes incrementales y tenemos buenas medidas para valorar los resultados sanitarios. Pero los que añaden de modo indiscriminado el umbral del coste soportable (poner un máximo en el gasto necesario para salvar una vida) pueden llevar por el pedregal la contribución que desde la economía se puede hacer al análisis del gasto sanitario. Y ya se oyen voces de ello: ¿Unas muertes más que se posponen valen un mayor confinamiento?  Error. No se puede pasar de la evaluación micro a la macro sin solución de continuidad. Si ya es discutible entre colectivos y tratamientos (silos), menos lo es en materia de salud pública o en un caso de emergencia como el actual, que tantas externalidades provoca en la economía y el bienestar social. Ahora se trata, simplemente, de no perder años de vida evitables por falta de la mejor atención sanitaria posible ya por una escasez -por inadaptación- de recursos asistenciales, una deficiente gestión pública o por la falta de flexibilidad de los mercados proveedores privados. Lo digo porque, si ante el Covid-19 alguien exigiera un equilibrio entre los beneficios marginales (muertes evitadas) y los costes marginales impuestos a la sociedad por las medidas drásticas (confinamientos, hundimiento de la economía, paro y depresión…), todas ellas con impactos significativos en la salud, contribuiría una vez más a que se identifique a los economistas con académicos deshumanizados. Esta interpretación de la eficiencia no sería, además, hoy por hoy la socialmente deseada: el bienestar intergeneracional considera necesaria la no discriminación para los colectivos de mayor edad (estratificación) y sólo la inefectividad del tratamiento, independientemente de la edad, sería aceptable. Ello, sin embargo, no debe lanzarnos a los brazos de los que quieren más de todo, especialmente si es nuevo y a cualquier precio, mientras incorpore algo de beneficio independientemente de su coste. La sensatez impone limitaciones en ambos bandos. Sorprende por lo demás que sea una contingencia tan desgraciada como el Covid-19 la que ponga hoy en valor la capacidad antiséptica de nuestro sistema sanitario. Es como si el coronavirus hubiera salido al rescate de la falta de uno de los pilares de nuestro sistema de protección social. Me refiero en particular al sistema catalán, la infrafinanciación y los déficits de gobernanza del cual hemos puesto en evidencia en el estudio reciente “La enfermedad de la sanidad catalana: financiación y gobernanza” para el Cercle de Salut.

Pero más allá de la aplaudida respuesta profesional, nos queda un futuro aún más incierto. Una vez superada la pandemia habrá que afrontar una nueva purga de las cuentas públicas. La financiación no dará para mucho, y arrastraremos el inconveniente de los cambios necesarios en la sanidad pública que se pospusieron en su día; primero cuando «España iba bien» y luego con los recortes indiscriminados realizados. Así las cosas, el acento deberá situarse en los cambios de gobernanza, en la mayor responsabilidad individual en el consumo de recursos y en la participación de la sociedad en los órganos de gobierno de nuestras instituciones. Y habrá que vencer la reclamación de remedios que pasen por la estatalización y el retorno a la vieja sanidad.

Reivindicamos, por lo menos y mientras tanto, la importancia del buen gobierno, de la cohesión social, de la salud pública, de la asistencia sanitaria, de la motivación intrínseca de los profesionales. Y sirvan estas líneas para reivindicar, por parte de un estudioso de la economía pública, la importancia de contar con instituciones que funcionen y con buenos analistas de la actividad pública al servicio de los ciudadanos, a la vista, constatable hoy, de que fuera del sector privado también hay vida inteligente.

 

Para más información, ver: https://www.upf.edu/web/cres/health-policy-papers

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