COVID-19 y el dilema del prisionero

Se está haciendo un enorme esfuerzo a contrarreloj para encontrar una vacuna frente al SARS-CoV-2. Sin ella, la inmunidad de grupo solo se alcanzaría por medio del contagio, con los riesgos que ello conlleva para la población y los servicios de salud. La OMS, múltiples instituciones internacionales sin ánimo de lucro (como la Fundación Bill y Melinda Gates o Global Alliance for Vaccines and Immunization, GAVI por sus siglas en inglés), la industria farmacéutica, prestigiosas universidades y centros punteros de investigación, gobiernos…todos han formado una enorme red cooperativa como nunca se ha visto. El objetivo es encontrar, producir y distribuir, lo más rápido posible, una vacuna, probablemente más de una, efectivas frente al coronavirus causante de la pandemia COVID-19. Hay más de 100 candidatas y, al menos cinco de ellas ya han entrado en ensayos clínicos (última semana de abril). De momento nadie sabe cuál de todas funcionará, aunque existe el convencimiento de que alguna lo hará. Cuando se perfilen las mejores alternativas, probablemente el incentivo a la cooperación se debilitará. Y, en opinión de Richard Hatchett, director de la Coalition for Epidemic  Preparedness Innovations (CEPI), el país o los países que dispongan de esta(s) vacuna(s) se enfrentarán a algo parecido al dilema del prisionero: priorizar a toda su población en beneficio propio en un plazo inmediato o, seguir la estrategia correcta, que es priorizar globalmente en función de la vulnerabilidad de distintos colectivos y obtener un beneficio mayor a medio plazo.

La producción de vacunas es más exigente incluso que la de los medicamentos. Lleva mucho tiempo. La vacuna Ervebo, eficaz para el ébola, pasó de fase I a fase III en 10 meses, lo que se consideró un éxito. Para que una vacuna de uso humano esté disponible a escala global hay que llevar a cabo un complejo proceso de producción, con controles de calidad en cada paso y un canal de distribución que garantice su efectividad sobre el terreno. Aparte de eso, las tecnologías de fabricación (y escalado) difieren dependiendo del tipo de vacuna: virus atenuados o inactivados, producción de antígeno por ingeniería genética con vectores recombinantes o en cultivos celulares, vacunas DNA… Esas diferencias afectan sensiblemente a su coste, al escalado, a su estabilidad y disponibilidad. Sin contar con que las formulaciones pueden diferir por países y grupos de edad. Finalmente ha de producirse en cantidades suficientes, lo que nunca sucederá de manera inmediata. Y esto es un problema porque la capacidad actual de producción es limitada. Globalmente se producen 5 billones de dosis de vacunas al año, de las cuales, 1,5 billones corresponden a la gripe estacional. Y la cobertura sigue siendo baja en muchos casos. Como quiera que no hay exceso de capacidad, la línea roja en la producción de vacunas frente al SARS-CoV-2, será el desabastecimiento de otras vacunas como la gripe. De hecho, la OMS advierte de que ya hay problemas de escasez de vacunas para el sarampión y la fiebre amarilla.

Siguiendo estrategias poco habituales, los plazos se pueden acortar hasta cierto punto. Asumiendo riesgos financieros (en todo caso muy inferiores a lo que esta pandemia está costando), se está instalando nueva capacidad productiva, aún sin saber qué tipo de vacuna se va finalmente a fabricar. Incluso se está considerando llevar a cabo ensayos en los que se infecte deliberadamente a los voluntarios, algo que bajo determinadas condiciones ya se consideró éticamente aceptable en el pasado.

En cualquier caso, la pregunta del millón es cuánto tiempo va a llevar disponer de una vacuna. Hay varias respuestas, todo depende de quién pregunte. Por otra parte, no es lo mismo la disponibilidad de la primera dosis que el tiempo hasta conseguir el número de dosis necesarias. En Estados Unidos consideran que, desde el momento en que aparezca una vacuna efectiva, probablemente a principios del próximo año, su distribución inicial puede llevar entre 6 y 8 meses (18 meses en total desde ahora es la estimación de la Fundación Gates). Para un país pobre será difícil que se baje de 3 años. La insolidaridad que se percibe hoy en el mundo apunta en contra de una distribución equitativa de los beneficios científicos en un marco global. La Administración Trump, sin ir más lejos, ha rehuido participar en reuniones de líderes mundiales para asumir compromisos de distribución y, recientemente, ha declinado estar presente en una conferencia organizada por la Unión Europea para captar recursos y coordinar esfuerzos en obtener una vacuna. El propio Presidente dirige (¡!) la operación Warp Speed, para que los norteamericanos dispongan (para ellos) de 300 millones de dosis en enero. De momento, Sanofi acaba de comprometerse con Estados Unidos su eventual primera producción. Pasa lo mismo con India, país que tiene una gran capacidad de producción y que ha manifestado que su prioridad es local. El “dilema del prisionero” parece menos dilema. Esto es lo que cabe esperar.

En todo caso, hay que considerar en paralelo los tiempos para disponer de una vacuna con la duración de la pandemia. La predicción de un informe del Center for Infectious Disease Research and Policy (CIDRAP) es que el virus continuará expandiéndose por Estados Unidos otros 18-24 meses. Es el tiempo calculado para que la población desarrolle inmunidad de grupo. Se estima que entre el 60 y el 70% de la población tiene que infectarse (en ausencia de vacuna) para que se consiga.

Como en otros países que afrontaron dificultades para acceder a la vacuna en el caso de H1N1 en 2009, en España se suscitó la cuestión de la autosuficiencia. Incluso hubo una iniciativa privada que no cuajó por falta de interés de la Administración. Quizá influyó que la enfermedad se autolimitó. La situación actual dista de ser la misma. La COVID-19 ha mostrado que España es un país muy vulnerable, sanitaria y económicamente. Por el impacto diferencial que ha recibido, por tener una economía muy endeudada y con fuerte dependencia del turismo, por la fragilidad de su mercado laboral, la elevada desigualdad, el retraso tecnológico y, desde luego, por la polarización política. El colapso sanitario puede haber constituido una sorpresa para muchos; desde luego no lo ha sido para los debidamente informados. Parafraseando a Ferlosio, vendrán más años malos y (no deberían) hacernos más ciegos. Vendrán otras pandemias y sería ingenuo pensar que se controlarán las condiciones que las hacen tan probables. Antes, al contrario, es previsible que estas condiciones se agraven. Nuestro país tenía fama de seguro (y probablemente lo siga siendo para otro tipo de amenazas). El sistema nacional de salud estaba suficientemente acreditado, al punto de que nacionales de otros países europeos mantenían aquí su segunda residencia (si no la primera). Esto ha cambiado de la noche a la mañana. Necesitamos volver a labrarnos una imagen de país seguro y para ello no es suficiente con salir de esta pandemia (todos lo harán), sino salir rápido y demostrar que tenemos las capacidades y la tecnología para hacer frente a amenazas futuras. Poder desarrollar y producir vacunas y no depender de “dilemas” de terceros debería ser, por tanto, un objetivo estratégico. Hay más razones para que lo sea. El Gobierno está invirtiendo recursos en I+D. La sociedad está apoyando. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y otras instituciones académicas disponen de candidatos muy avanzados. Sin embargo, en el actual contexto, no resultará fácil obtener recursos para llevar a cabo ensayos clínicos y verificar su seguridad y efectividad. Las grandes compañías que desarrollan, producen y distribuyen vacunas ya tienen productos en Fase I y alguna en Fase II, como ya se ha comentado, además de potenciales candidatas por si fallan las primeras. No cabe esperar que se interesen por otras salvo que, al menos, demuestren efectividad en ensayos clínicos que alguien deberá financiar. ¿Pero quién?

Obtener recursos para el desarrollo clínico de vacunas y su escalado industrial es una labor colectiva que exige la colaboración público-privada y el convencimiento de que reforzarnos tecnológicamente frente a las epidemias es un proyecto de país. De momento, la Administración en nuestro país está actuando bajo el criterio de “business as usual”, lo que prima a lo grande y establecido frente a lo pequeño e innovador, que es el grueso de la biotecnología española. Lo que también incluye volver a los acuerdos de compra conjunta a nivel europeo de 2009, pero sin mucha fe a la vista de la experiencia. Además, la Administración ha iniciado contactos con las grandes multinacionales para facilitar sus ensayos clínicos y situarse de cara a disponer pronto de la nueva vacuna que, como inicialmente será un bien escaso, estará sujeta a una fuerte competencia. Pero lo que no incluye es una apuesta decidida por nuestra I+D, como si pensar en que eventualmente pudiéramos sacar adelante una vacuna más efectiva fuera una ingenuidad. O como si ya no hiciese más falta preocuparse por las vacunas. Pero si producir vacunas es un recurso estratégico para nuestro país, no lo es exclusivamente por la pandemia que estamos sufriendo, sino, fundamentalmente, por las que nos quedan por sufrir. Y también, y no menos importante, por dar un impulso serio a nuestra I+D. Si la dramática situación por la que está atravesando el país, y el duro camino que queda por delante, no se considera un punto de inflexión y una oportunidad para una transformación tecnológica profunda, ¿cuándo se hará?

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2 ideas sobre “COVID-19 y el dilema del prisionero”

  • Vicente Ortún
    • Enrique Castellón