Una nueva normalidad, una nueva salud pública

Autores: Ildefonso Hernández, Ricard Meneu, Salvador Peiró, Beatriz González López-Valcárcel, Vicente Ortún

La crisis de la COVID-19 ha aportado un nuevo sentido a la usual concepción de la “Salud Pública”, que nuestra normativa define como “el conjunto de actividades organizadas por las Administraciones públicas, con la participación de la sociedad, para prevenir la enfermedad, así como para proteger, promover y recuperar la salud de las personas, tanto en el ámbito individual como en el colectivo y mediante acciones sanitarias, sectoriales y transversales”.

Ante la proliferación pública de inopinados “especialistas en pandemias”, comprobar que existen profesionales, técnicamente competentes, dedicados a velar por la salud colectiva, monitorizar sus problemas y aplicar métodos científicamente contrastados a su resolución ha puesto los focos sobre unas actividades que ni antes debían haber sido ignoradas ni en lo sucesivo deberemos desatender. Especialmente desde que hemos visto concretados los riesgos que enfrentamos en una sociedad globalizada, y porque no deberíamos esperar a sentir en carne propia los aún mayores compromisos para la salud derivados de la continuada, creciente e insensata agresión al equilibrio de nuestro hábitat planetario.

Aunque las medidas de prevención colectiva de la enfermedad se remontan a las civilizaciones antiguas (conducción de aguas residuales en las primeras ciudades, prescripciones sobre higiene de los alimentos ayurvédicas o bíblicas, como en Levítico, etc.), es frecuente datar los comienzos de las actuaciones de salud pública en la imposición de cuarentenas ante el riesgo de contagios exteriores. Aún se conservan muchos de los espacios (lazaretos) destinados a tal fin. Pero es en el siglo XIX, con la industrialización, la aglomeración urbana y la subsecuente insalubridad, cuando en los países occidentales comienza a sistematizarse un corpus normativo en continua actualización y a organizarse equipos profesionales dedicados al abordaje de las patologías sociales.

Prácticamente desde esa época se conoce -casi tanto como se ignora- que existe un vínculo inextricable entre el deseable crecimiento económico, la mejora de la salud individual, la mejora en las condiciones de vida de los menos favorecidos y la adopción generalizada de medidas de salud pública. Como Fogel demostró, fueron el crecimiento económico y la mejora de la nutrición los factores más explicativos de la espectacular caída secular de la mortalidad, pero a partir del descubrimiento de la etiología específica de las enfermedades infecciosas a finales del s. XIX, son las medidas de salud pública las que asumen el mayor protagonismo en la mejora del estado de salud: implantadas primero en Europa noroccidental y Norteamérica, después –y más rápidamente- en la Europa del Sur y Sureste, y finalmente, a partir de la Segunda Guerra Mundial, en el Tercer Mundo con velocidad aún mayor. La medida reina en salud pública –el saneamiento del suministro de aguas mediante filtrado y cloración, así como la disposición segura de las residuales- explica, por ejemplo, la mitad de la reducción total en mortalidad de las principales ciudades de EE.UU. a principios del siglo XX.

El éxito de la salud pública: que no se aprecie su necesidad

El día a día de la salud pública reúne un conjunto de acciones, escasamente visibles, dirigidas a los terrenos donde se gana y se pierde salud. En palabras del preámbulo de la Ley General de Salud Pública: “El entorno familiar, la educación, los bienes materiales, las desigualdades sociales y económicas, el acceso al trabajo y su calidad, el diseño y los servicios de las ciudades y barrios, la calidad del aire que se respira, del agua que se bebe, de los alimentos que se comen, los animales con los que convivimos, el ejercicio físico que se realiza, el entorno social y medioambiental de las personas, todo ello determina la salud”.

De ahí que en su rutina diaria, los profesionales de salud pública se dediquen a actividades, generalmente imperceptibles para la ciudadanía, tales como controlar la tuberculosis, identificando y siguiendo los contactos de casos bacilíferos; mejorar el pronóstico de algunos cánceres mediante cribados; vigilar y controlar las epidemias de gripe estacional en invierno o las olas de calor en verano; prevenir la violencia de género; atenuar la pobreza energética o reducir las desigualdades sociales en salud; limitar la contaminación del aire; prevenir las lesiones de tráfico; desplegar campañas de vacunación; mejorar la calidad y eficiencia de los servicios de salud; la prevención del tabaquismo o del consumo excesivo de alcohol o las bebidas azucaradas; cuidar de la salud animal y la seguridad alimentaria; garantizar la salubridad del agua de consumo; o disminuir la presencia de químicos dañinos en el entorno.

El éxito de las acciones de salud pública es su invisibilidad, que no ocurra nada, por eso solo aparecen en la agenda pública cuando hay problemas, bien limitados como, por ejemplo, un brote de intoxicación alimentaria (como el reciente brote de listeriosis con carnes frías), o de la magnitud global del que ahora nos ocupa.

Hacia una nueva salud pública aprendiendo de esta pandemia

El alcance de las actuaciones de salud pública es muy variado, en función de la consideración que les otorgue cada sociedad. Puede limitarse a las acciones clásicas, más cercanas a la medicina o a la sanidad, o desplegarse en otros ámbitos guiándose por el principio de salud en todas las políticas, como son la promoción de la salud en barrios, las estrategias para reducir las desigualdades sociales en salud, o las actuaciones para desarrollar una movilidad sostenible y saludable.

La creciente complejidad e interrelación de los riesgos que enfrentamos como sociedad determina que la salud pública del siglo XXI deba ir incorporando toda la gama de acciones y políticas que crean salud. Más allá de las estrategias nucleares e imprescindibles como son la prevención (ejemplo: vacunas y cribados de eficacia demostrada), la protección de la salud (salud ambiental, seguridad alimentaria, etc.), la promoción (barrios saludables, salud comunitaria, etc.) o la vigilancia, la salud pública debe permear otros espacios sociales y políticos para favorecer la salud.

No basta, como exitosamente se ha hecho desde hace tiempo, con ir incorporando saberes de otras muchas disciplinas, la economía y el derecho entre ellas, pues aún cabe más hibridación enriquecedora con profesionales de muy diversas áreas de conocimiento. Por definición y objetivos, la salud pública está en el centro de dos de los problemas que más amenazan a la humanidad: el cambio climático y las nuevas pandemias. Afrontarlos requiere atender a la eclosión incesante de nuevos conocimientos y tecnologías que interaccionan con la acción de salud pública y reconocer la exponencial complejidad de la toma de decisiones en un entorno cada vez más interconectado y global. Las políticas que afectan a nuestra vida y salud son producto de un gobierno multinivel, lo que en el caso de la Unión Europea se visualiza de modo más patente.

Con motivo de la pandemia de la COVID-19 se ha puesto de manifiesto la eclosión incesante de nuevos conocimientos y tecnologías útiles, estimulando la creatividad de científicos de todos los ramos de la ciencia. En el fragor de la calamidad hemos percibido otro tipo de  “brotes” asociados a este impulso creativo, ya sean de modelos epidemiológicos, de dictámenes técnicos, de recomendaciones de expertos, etc. Y etc., etc. Unas formidables capacidades científicas y técnicas que han pugnado por sobresalir en la esfera pública. Por descontado era imposible evitar que este elogiable entusiasmo conllevara solapamientos, ineficiencia y cacofonía, cuando no confusión, de voces expertas en los medios de comunicación. Pero basta con pasear por Internet para reparar en que cuando creemos que cierto grupo o institución aporta una presentación y análisis de datos que parece inmejorable, rápidamente nos encontramos con una alternativa novedosa que facilita una mejor caracterización y comprensión de los mismos datos exportando nuevos desarrollos procedentes de la infografía, softwares aplicados, etc.

Afrontar con éxito lo que queda de esta grave crisis de salud y prepararnos para otras que vendrán requiere que transformemos la salud pública tal como la conocemos en otra con capacidades mejoradas y más eficiente en la gestión de sus activos intelectuales y técnicos.  Una organización inteligente en aprendizaje continuo. Y no meramente por la palmaria constatación de lo magro de sus actuales recursos formales, sino también por lo obsoleto de su articulación institucional que no permite aprovechar el caudal de conocimiento y aportación técnica disponible. Algo tan fácil de escribir como peliagudo de llevar a cabo.

La nueva salud pública necesita una organización renovada

Por árido (y a veces estéril) que parezca intentar formular una agenda de reconfiguración de la inserción de la salud pública en nuestra articulación institucional, debería de atraer la atención, más allá de los profesionales concernidos, del amplio conjunto ciudadano interesado en el buen gobierno de nuestras instituciones. Resulta difícil identificar ámbitos o asuntos donde resulte más apremiante estructurar la imprescindible confluencia de competencias territorialmente multijurisdicionales (local, autonómica, estatal, europea) con dependencias administrativas atomizadas en casi todos los niveles: sanidad, agricultura, comercio, industria, urbanismo, medio ambiente, etc.

Así, por ejemplo, comprobamos que a las políticas de prevención y mitigación del cambio climático y de sus riesgos para la salud contribuyen conocimientos y técnicas procedentes de una amplia diversidad de campos. Al mismo tiempo, es posible identificar respuestas políticas en toda la diversidad horizontal (diversos sectores) y vertical, desde políticas locales a acuerdos globales. En este contexto, la salud pública del futuro tiene el reto de desarrollar capacidades integradoras para dar respuestas científico-técnicas adecuadas y con celeridad ajustadas a la acción en cada ámbito, y debe tener un alto nivel de buen gobierno que además de transparencia, rendición de cuentas, participación e integridad, garantice una independencia política que propicie su reputación pública. Con estos fustes debe ser capaz de influir en el ámbito decisional público para mejorar la salud de la población, para que el conjunto de acciones públicas y privadas integren la salud como objetivo, al ser garantía de incrementos de bienestar y resultado económico.

Por ello, del abanico de acciones ineludibles para vivificar y concebir la salud pública del futuro nos centramos en el reto que supone la identificación y gestión del conocimiento, de las herramientas cognitivas y tecnológicas de análisis de datos o de las tecnologías de información. Ya desde hace tiempo se ha recomendado, entre otras cosas, la disponibilidad de un organismo al que provisionalmente se ha venido llamando Agencia de Salud Pública, o agencia de salud a secas, pues hay diversas versiones según se ponga el énfasis en servicios asistenciales o en salud pública.

Cuando se estaba elaborando la Ley de Salud Pública, vigente  y aun no bien desarrollada, Rosa Urbanos coordinó un grupo de trabajo de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS,) cuyas recomendaciones sobre la incorporación de una Agencia de Salud Pública recogían las ideas esenciales, que contribuyeron a un anteproyecto de ley que concibió una agencia capaz de aglutinar lo que podríamos denominar la inteligencia española en salud pública para su buen gobierno. Esta agencia estaba llamada a convertirse en la institución que resolviese los problemas de independencia y agilidad en la gestión que tiene la estructura estatal actual de salud pública, con una articulación novedosa que incluiría los centros de salud pública de la administración general del Estado (centro de evaluación química, observatorio de cambio climático y salud, observatorio del tabaquismo, sistemas de información de salud pública, redes de vigilancia de salud pública, etc.) y funcionaría en red de forma eficiente en coordinación con los centros de salud pública de las comunidades autónomas, con las que se compartiría la administración, y con los centros de investigación y las universidades.

Posteriormente distintas propuestas han ido perfilando aspectos de su gobernanza. Por ejemplo, AES, en su documento “Sistema Nacional de Salud: diagnóstico y propuestas de avance”, establece en el capítulo sobre Buen gobierno de la sanidad las formas para garantizar la independencia que requiere una agencia de salud. Las resistencias internas tanto del Ministerio de Economía como del propio Ministerio de Sanidad redujeron a un artículo de la ley lo que era un capítulo completo en el anteproyecto, un artículo que está entre los muchos de esa ley que el Ministerio lleva 10 años olvidando desarrollar.

Parece inaplazable la conveniencia de articular y situar en la agenda política y pública la necesidad de dotarnos de una  entidad pública de salud  –que ya no podrá ser formalmente una agencia con suficiente independencia política y crédito sobre su eficacia técnico-científica. Hay ejemplos de agencias de salud pública cuya estructura y gobernanza pueden servir de modelo. El National Institute for Health and Care Excellence del Reino Unido (NICE) ha sido mencionado como agencia modelo para el refuerzo de la gobernanza de los sistemas de salud. Los Centers for Disease Control and Prevention (CDC) en EE.UU. son una agencia federal de amplia estructura cuya autoridad científico técnica le ha valido ser mencionada como agencia acreditada y públicamente valorada en cuestiones de salud pública, por su capacidad de influir en políticas y en regulación. Hay más ejemplos, pero además de las características citadas, cabe idear un tipo de organización cuyas formas de articulación y funcionamiento respondan a la salud pública de un futuro que hoy ya contemplamos.

Una ¿molesta? proposición

La entidad pública de salud del futuro, bajo la forma jurídica pertinente, podría tener tres niveles de funcionamiento: nuclear; transversal y contingente; y excepcional. El nivel nuclear es el que coordina y nutre de capacidad científico-técnica a las acciones nucleares, ordinarias y habituales, de la salud pública antes citadas. Por ejemplo, es la que usa su red para que las personas más expertas en epidemiología, inmunología, microbiología, economía de la salud, etc. informen sobre las características de una nueva vacuna o cribado. También aporta capacidades científico técnicas a las estructuras coordinadas de salud pública estatales y autonómicas como, por ejemplo, la Red de Vigilancia en Salud Pública. En este nivel también reside el trabajo permanente del diseño de planes de preparación y respuesta ante eventualidades que afecten a la seguridad sanitaria y la coordinación de simulacros.

El siguiente nivel, transversal, no irrigaría las estructuras estatales y autonómicas de salud pública de forma permanente, sino que enlazaría con una amplia red de centros, instituciones y personas para dar respuesta a contingencias habituales y hacer efectiva la salud en todas las políticas. Por ejemplo, si un área geográfica desea hacer una evaluación de impacto en salud de una remodelación urbana, de un nuevo aeropuerto o de la transformación de un polo químico industrial requiere competencias complejas que no suelen estar disponibles en ámbitos geográficos reducidos. En este caso, se activaría la parte contingente de la agencia y se identificaría a las personas o centros más adecuados para acometer el trabajo. Otro ejemplo es la aparición de una enfermedad emergente en un área derivada del cambio climático. Es una situación donde no es fácil identificar a las personas competentes (entomólogos, virólogos, expertos en biocidas, etc.), por lo que la agencia tendría en red los mecanismos de coordinación e identificación mediante registro previo de capacidades para coordinar una respuesta diligente mediante un grupo de trabajo ad hoc. Un tercer ejemplo podría ser la evaluación previa desde la vertiente de la salud pública si una ciudad diseñara un plan de movilidad sostenible y saludable.

El último nivel sólo se activaría en situaciones excepcionales, como la pandemia de la COVID-19. Activaría todos los comités y subcomités imprescindibles y seguiría la hoja de ruta ya diseñada adaptándose al contexto concreto de la alerta sanitaria que debiera abordar. Esta alerta y respuesta se activarían según indicaciones de los trabajos previos de preparación en coordinación con el nivel nuclear. Su organización y administración requiere un formato federal y una descentralización del funcionamiento que permita una escasa inversión de entrada, más allá de las partes administrativas y de coordinación.

La abogacía por el buen gobierno de la salud pública

Ciertamente lo aquí planteado no es sencillo, pues la gobernanza del sistema en red, en el cual pueden participar centros de referencia y personas expertas por su acreditada investigación y generación de conocimiento puesto a disposición de las administraciones, estén donde estén, requiere un consejo de administración -y todo el entramado inherente a su buen gobierno- complejo, con participación de las instituciones concernidas (administración estatal, autonómica y local; centros de investigación; universidades; ciudadanía) y sistemas de rendición de cuentas ágiles. Más allá de los problemas organizativos, la clave reside en integrar personas e instituciones mediante incentivos a la participación. Ello, exige (re)pensar la agenda de investigación y el sistema de contabilidad de méritos científicos. La producción de transferencia de conocimiento a la agencia sería uno de los incentivos para obtener financiación en investigación.

Somos conscientes que todo el esfuerzo analítico y propositivo resultará estéril sin una demanda solvente de reconfiguración de nuestras capacidades en salud pública y sus modos de gobernanza. Pero también de que no estamos ante una más de las (¿infinitas?) reivindicaciones corporativas o gremiales que ya entonan el sempiterno “¿Qué hay de lo mío?”. A la vista de las nefastas consecuencias sobre el bienestar colectivo que las insuficiencias apuntadas provocan, no parece insensato afirmar que entre las actuaciones prioritarias a emprender por una sociedad que pretenda mantener cierta capacidad de respuesta ante las crisis ya visualizadas, cuesta encontrar candidatos más idóneos que la salud pública, en el sentido más amplio, y su buen gobierno. Antes de que la resiliencia nos lleve a olvidar lo vivido convendrá impulsar los cambios necesarios para que sus formas de articulación y funcionamiento nos permitan disponer de la salud pública de un futuro que no solo está ya aquí, sino que nos está pasando por encima.

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2 ideas sobre “Una nueva normalidad, una nueva salud pública”

  • Félix Lobo
    • Ildefonso Hernandez